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LOS EXITOSOS PELLS
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domingo, 29 de marzo de 2009

MIKE: "Ya me van a sacar el cetro"

Revista Critica!

PARA LEER EN IMAGENES (MAS COMPLETO)










PARA LEER POR ACA!

El único no sorprendido con su éxito es él mismo. El pibe que robaba pasacasetes en Maipú, Mendoza, sabía desde los 14 años que iba a ser un actor famoso. Tiene claro que está en su racha y que después de Los exitosos Pells puede volver a hacerse de abajo. Pero ya está hecho.

Aquí no hay improvisación. Las respuestas de este reportaje fueron ensayadas por Mike Amigorena hace más de veinte años en el baño de su casa familiar en Maipú, Mendoza, frente al espejo, mientras ponía las caras que dos décadas más tarde popularizaría Martín Pells. Ahí, encantado por la acústica del cuarto, protegido de las miradas indiscretas, practicaba los agradecimientos que daría cuando recibiera –más tarde, más temprano, pero inexorablemente llegarían– el Martín Fierro y hasta el Oscar. El discurso en inglés (en un inglés trucho, de palabras imposibles como "jorsuyeogusopoise" y otras invenciones instantáneas) era uno de sus favoritos. Miraba al público estelar, miraba a la estatuilla imaginaria, cerraba los ojos y entonces "joruseoguysopoise" y otras palabras que salían solas, como si fuera inglés, como si todo eso fuese cierto. Y lo sería, él sabía que lo sería. Por eso este reportaje en un bar chiquito de Palermo, donde saluda a las camareras por el nombre, después de una extenuante jornada de grabación de Los exitosos Pells es algo que Amigorena disfruta –y lo dice, cosa rara en un actor, generalmente entusiasmados en mostrar que atienden a la prensa casi como una dádiva–.

Porque él sabe –desde hace más de veinte años sabe– que este reportaje, las preguntas, las respuestas, son parte de aquel plan en el que siempre confió. En el baño de su casa contestaba también reportajes como este, y era brillante cuando explicaba cómo había construido el personaje que lo llevaría a la fama.

Porque en los 80, cuando era el chico raro de Maipú, él ya sabía todo lo que vendría. Sabía lo de la actuación, lo de la fama, lo del personaje que lo pondría en todas las casas. Sabía que lo admirarían y no había nada que pudiera contra esa certeza. Ni su familia –"Si no hacés el secundario vas a terminar juntando basura en Maipú", le dijo la madre, equivocándose de manera abismal–, ni sus compañeritos de la escuela. Y mucho menos los vecinos que tocaron el timbre de su casa y con cara de pocos amigos le dijeron: "¡Vos tenés el estéreo del Turco García!" Lo sabían porque habían visto a Mike, adolescente, robar el auto del Turco García que estaba estacionado ¡en la puerta de la casa de Mike! "Ya sabemos que lo tenés, así que si no querés que hagamos la denuncia, devolvelo ahora", dijeron.

–Fue la última vez que lo hice.

–¡Robaste un estéreo de un auto estacionado en la puerta de tu casa, en el pueblo!¡Un gil!
–Sí, fui un boludo, pero… yo creía que era un chiste, y se cortó. Me pararon el carro. Así me pasó con muchas cosas, con otras actitudes, que me pararon el carro: "Flaco, no se hace eso"… por esa omnipotencia de "puedo hacer cualquier cosa", casi pierdo un amigo. Fueron momentos formadores, son cosas que no hice nunca más.

Aquellos ensayos en el baño familiar demuestran que Amigorena no sólo nunca tuvo una crisis de vocación, sino que además tiene una intuición profunda sobre su destino. Había un plan "A" que le venía determinado. Él siempre supo que esto iba a ocurrir. Eso –dice– le permite disfrutar de este
momento de exposición y gloria sin volverse loco. Ah, y nunca, nunca hubo un plan "B". Jamás se le ocurrió pensar que las cosas no iban a ser así.

EL LADRÓN DE LA IGLESIA

–Decís "no lo hice más". ¿Habías robado antes?
–Claro. Me metí en una iglesia y robé la corona de la virgen, el cetro de San Antonio que era dorado.

Eran los tiempos en que Mike era monaguillo, así que la cercanía con Dios permitía algunas ventajas. Como por ejemplo, meter la mano en el tarro de lata de pan dulce Musel que había en la sacristía y manotear las hostias que servían de merienda callejera "como si fueran galletitas Rex".

No tenía más de once años el muchacho cuando acompañaba a la devota de su madre, de la congregación de la virgen de Fátima, y mientras la señora rezaba, él imaginaba la logística necesaria para treparse al altar y despegar del yeso la corona de la virgen. Fue lo que hizo con un amigo, con quien después tuvieron que desarmar la joya a martillazos y venderla por trozos. Los treinta pesos conseguidos fueron una felicidad casi tan grande como la travesura, como el "pude hacerlo". Mucho más fácil en realidad era meter, como metía, la mano en la bolsa de las limosnas.

–Pero era como sacar algo de mi bolsillo, no me lo cuestionaba.

–Vos no tenías ninguna "mirada moral" sobre eso.
–No, no, digamos que consideraba que me correspondía.
Maipú, verde y tranquila, conservadora vecina de la conservadora Mendoza, tenía poco más de cien mil habitantes a fines de los 80. Y uno sólo de esos cien mil se teñía el pelo con agua oxigenada. Y el del pelo teñido, encima, no se llama Miguelito, lo que lo hubiera protegido un poco. En su documento habían estampado "Michael", porque no consiguieron ponerle "Mike".

–Eso ya era raro, ¿por qué no me llamaba Miguelito, de Maipú? Bueno, para mí Michael no era raro, era como Juan Carlos. La gente tuvo que acostumbrarse a que yo era raro.

–Los chicos te habrán cargado, ¿cómo sentías eso?
–Me reía de eso. Me chupaba un huevo. Yo pensaba "no estás comprendiendo lo que me pasa, cero". Me reía cuando me decían raro, puto.

–Una personalidad fuerte.
–Bueno, ahora lo cuento así. Tampoco era que llegaba y decía "Buenas, je, me llamo Michael".
En todo caso, lo carga a la cuenta de la intuición. Había un plan hacia el éxito y ese plan había agotado sus días en Maipú.

Claro que era muy difícil explicar a padres formateados en los años 50, con expectativas profesionales y educación cristiana, que el secundario en Maipú no formaba parte del plan. Una
manera de informarles fue repetir tres veces cuarto año.

–Repetí porque de alguna manera les quería demostrar a mis padres que no era el camino

–¿No era más fácil decirles?
–No, no comprendían. Yo era un indisciplinado, un desviado teniendo en cuenta que mis hermanas eran intachables, y yo venía a ser la oveja negra.

–¿Disfrutabas eso?
–Y…no, un poco lo padecía. Yo tenía 13 años, 14, sabía que no iba a terminar el secundario, porque era absurdo para mí, ¿cómo hacía para que mi papá me entendiera? Me cagaba a palos, me correteaba. Entonces me dije: "Bueno, vamos al colegio a hacer malandraje". El último año mi papá fue el colegio y le dijeron: "Pero su hijo casi no vino en todo el año".

Y era cierto. El chico raro del pelo oxigenado había encontrado un lugar maravilloso en donde pasar las tardes: la morgue de la facultad de medicina de la Universidad Nacional de Cuyo.

Los cuerpos en estado de descomposición, las piletas de formol, todo eso atraía al chico de pelo oxigenado y nombre raro que con un guardapolvos blanco se hacía pasar por estudiante de bioquímica. Pasaba las tardes con un riñón, haciendo bromas con los residentes.

–Mi hermana es pediatra, a través de ella vi la grandeza que tiene la anatomía. Siempre sentí curiosidad por el cuerpo humano y es la curiosidad lo que me lleva a ser lo que estoy siendo. Todo lo hago por curiosidad e intuición. No por estudio, soy un gran ignorante.

–Volvés al tema de la intuición ¿tenés idea de dónde viene?
–No, pero hay una seguridad muy grande, algo como: "Seguro, no sé cuándo, no sé qué tengo que hacer para que pase, pero va a pasar".

–¿Eso te ayudó?
–Y…la pasé muy mal Osvaldo. Estoy viviendo de esto hace cinco o seis años, pero hace 17 que estoy acá, y ya era Pells, era como ahora sin serlo. Yo sabía que la gente tenía que ver lo que yo tenía para mostrar, iba a pasar, sabía que tenía algo para mostrar que no lo tenía nadie, seguro. Y sabía que estaba lejos, que no podía ni hablar. Pero que lo iba a conseguir.

A los 13 le dijo a un primo: “Voy a ir a Buenos Aires y voy a ser actor". A los 15 le pidió a su mamá que le armara el bolso, que se venía a la capital. Pero mamá no le dio la emancipación y hubo que seguir fatigando las calles de la ciudad de provincia.

A los dieciocho, sin antecedentes artísticos en la familia más allá de un abuelo bandoneonista y un bisabuelo gracioso, dio el primer paso.

–Dejalo –dijo el padre–, quince días le doy.

Se equivocó. Era una radiante mañana de septiembre de 1991 y Mike, con 300 pesos en el bolsillo, se subió a un Mercedes Benz para hacer su entrada triunfal a Buenos Aires.

Bueno, no tanto, el Mercedes que lo trajo no era uno de esos autos que ahora puede manejar Pells, era un camión 1114 de los que fatigan las rutas argentinas. Y físicamente, el muchachito era lo más parecido a…

–Una nena, una nena con el pelo rubio por acá. Y yo me creía el Macho Paredes.

–Hasta que el camionero te dijo que no.
–Todo el mundo me decía que no. Se me tiraban hombres todo el tiempo, y yo "no…no, todo bien", te vas fogueando pero para mí, era…me daba un infarto. Es que Mendoza es mataputos, y yo, "no, pará, todo bien, pero no", miraba, me llamaba la atención. Me asustaba pero me enriquecía.

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